«AUTOBIOGRAFÍA», DE SERGI PÀMIES

On 10 junio, 2014 by Redacción Creatividad Literaria

Un relato de Sergi Pàmies incluido en su libro Canciones de amor y de lluvia (Anagrama, 2014) que nos ha dado mucho juego en los talleres de narrativa de Gijón y Villaviciosa:

«Para que no parezca que siempre estoy hablando de mí, invento un personaje de cuarenta años, le atribuyo virtudes de las que carezco y un interés por, pongamos, la política y el budismo. Decoro su casa con antigüedades que no puedo permitirme y le concedo el privilegio de un matrimonio aparentemente feliz. De lo que llevo escrito, la palabra que más me interesa es aparentemente, ya que introduce una sombra de duda que no debería pasarle desapercibida al lector. A estas alturas, la historia ya no tiene nada que ver conmigo y por tanto nadie podrá calificarla de autobiográfica. Sé que las convenciones de la ficción permiten esta clase de pacto entre autores y lectores. Que cuando quien escribe rehúye las referencias personales y mantiene un tono de fantasía, el lector tiende a adoptar un generoso deseo de evasión (en cambio, si el autor se empeña en entrometerse o en acaparar la luz de todos los focos, el lector se vuelve más exigente). Pero ya hemos quedado en que no quiero hablar de mí, regresemos, pues, al matrimonio.

Como en los cuentos conviene no andarse por las ramas, describo a la mujer con una sola frase para que su personalidad quede así establecida. “Tiene la inapelable belleza de las mujeres frioleras y fumadoras”, escribo. Es un modo de describirla con una pirueta efectista que en otro escritor me haría fruncir el ceño. Que mis intereses de lector no me preocupa: es justo lo que me propongo, romper hábitos y ver hasta dónde pueden llevarme esos personajes. Sin perder vista el aparentemente que he soltado al principio, sopeso lo que debería llegar a continuación, que, por ahora, me lleva a inclinarme hacia un posible crimen pasional o, en segunda instancia ­–los planes B suelen ser más convincente que los A-, por u desenlace estático. Por desenlace estátito entiendo que no acabe de ocurrir lo que de entrada parecía que iba a ocurrir. Avanzo, pues. El matrimonio no ha terminado de cenar y hablan del próximo fin de semana. Fuera no está lloviendo, aunque la primera vez que lo pensé estaba diluviando y había un perro inquietante ladrando desesperadamente.

Como no me fío de nada que en una novela o en un cuento pueda resultar inquietante sólo porque el narrador dice que es inquietante –y menos aún si la afirmación se subraya con el efecto dramático de la lluvia-, he preferido prescindir del perro y del mal tiempo. también había pensado que el fin de semana fuera monótono, con momentos de serena compenetración y, como elemento perturbador, el pinchazo de una rueda del coche, que pondría en marcha una discusión que desembocaría en una guerra de reproches cruelmente agresivos (como en ¿Quién teme a Virginia Wolf? Pero sin alcohol). Sin embargo, ahora me tienta más la idea de que la monotonía acabe de un modo desconcertante. Con una orgía sadomasoquista, por ejemplo, ambientada en un castillo, con toda la parafernalia de ese medievalismo decadente que, en general –Tinto Brass y el marqués de Sade han hecho mucho daño-, caracteriza a este género. Tendría que escribir este episodio con un estilo aséptico. El sexo no debería transmitir sensualidad. Imagino la descripción como la preparación de un pollo: cortes y movimientos contundentes, patas, cabeza, alitas, hígado, carcasa y mollejas.

De manera que, después de una elipsis pensada para ahorrarme tener que contar la sobremesa entera, haré que los personajes suban al coche (no es necesario que la rueda se pinche), los dos pensando en cosas monótonas pero insinuando que quizá no sean tan monótonas. Para la escena de la orgía no pienso documentarme. Tampoco hará falta que sea realista, sólo que se ajuste a la idea que la mayoría de los lectores tiene de las orgías. Eso sí: me centraré más en la confesión del hombre que en la descripción de la mujer en plena orgía. El lector deberá darse cuenta de que, en realidad, el hombre odia las orgías. Y de que sólo participa en ellas por amor (a la mujer, se entiende). Y este sentimiento de sacrificio tendrá que hacerlo explotar cuando la mujer (vestida o desnuda, atada o sin atar, amordazada o encadenada, colgada de un sofisticado sistema de cuerdas y poleas) está siendo sometida a las vejaciones de rigor. Y entonces su marido tendrá que rebelarse y decidir que ya no puede seguir fingiendo que participa de ese delirio de golpes y latigazos. Y haré que él la libere (manipulando nerviosamente los candados, los nudos o lo que utilice la infantería sadomasoquista) y le diga algo así como “me niego a que sigas haciendo eso”, pero dicho con la gracia que se supone que deberíamos tener los escritores para que las situaciones resulten verosímiles y emocionantes. Y aquí tengo dudas sobre qué hará ella.

¿Le dirá que si no le gustan las orgías ya se puede marchar? ¿Le confesará, igualmente conmovida y abrazándolo (hasta donde se lo permitan las cuerdas, el arnés y la mordaza de cuero), que ella también lo hacía por él, porque creía que no podía vivir sin las humillaciones y los diálogos grotescos, que si “eres mi esclavo”, que si “ahora te quemaré los pezones con un Camel sin filtro”? Y habré llegado tan lejos, que sé que entonces me preguntaré si tiene algún sentido inventar una historia así. Y pensaré que, para que no se diga que los escritores siempre estamos hablando de nosotros, a veces acabamos escribiendo cosas muy raras».

 

 

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